miércoles, 7 de diciembre de 2011

Este-Oeste


Por Douglas Alberto Gómez Reyes

No hablamos mucho de las estrellas porque ella sabe que es mejor acompañarse con ellas a intentar por éste espacio de tiempo compartido encontrar respuesta a su luz. Nos gustan los misterios. Nos gusta hurgarlas por el telescopio y recorrerlas poco a poco al suave giro del eje de ascensión recta aún cuando por la premura no hayamos alineado al Norte la montura ecuatorial. 

Nos gusta ver la Luna y ella siempre susurra: quiero un amanecer en el Mar de la Tranquilidad. ¡Quiero una Tierra por Luna! Yo sólo alcanzo a responder con un leve suspiro: un día, algún día así será.  Nos gusta ver la Luna y observarla a través del ocular de 12 mm de su telescopio refractor que dice nunca supo armar hasta que me conoció en una sala de conferencias. Nos gusta ver la Luna, pasearnos por  los Alpes lunares y maravillarnos con el cráter Tycho.

Le gusta tomar chocolate caliente y abrigarse con el fuego de la fogata, aunque siempre reclama por mi poca habilidad para encenderla. 

El amanecer de la noche es hermoso. La Luna se va perfilando a su ocaso y antes de que deje de estar en nuestro cielo le asalto con mi cuento favorito, El lobo que cree la Luna es de queso. Ella cierra los ojos, exhala y forma una linda y tenue nube frente a Orión, ajusta su bufanda, frota sus manos y me dice: anda, cuéntame uno más. Y le digo: Un día un tlacuache se encontró a un coyote que estaba al pie de un cerro… Y ella exclama: ¡me lo sé! La miro, sonrío y le digo: entonces cuéntalo tú porque mi memoria con el frío es mala. Ella dice: ¡No! La mía es peor, y se sonroja. Chisto en complicidad y digo: ¿Qué haces ahí buen amigo? Le preguntó el tlacuache

La noche va madurando. El teléfono celular registra dos grados Celsius y descubro que entre risas y nuestro leve y breve tiritar el tiempo se entume y con esfuerzo avanza. ¿Vamos por más chocolate? Ella pregunta. Pero con leche, yo respondo y ella vuelve a sonreír.

Nos gusta esperar a Marte, y entre el follaje de los pinos que yacen al Este ella con paciencia celeste evoca el día que por vez primera contempló a Marte a través de un telescopio reflector de 114 mm de objetivo. Me platica del meteorito ALH84001 hallado en la Antártida hace 27 años, en diciembre de 1984 y me pide cerrar los ojos e imaginar los días en los que la vida era abundante, exuberante y hermosa en el planeta rojo. No puedo. Al mirarla no puedo cerrar los ojos. ¿Por qué hacerlo? Si la vida es hermosa aquí y ahora.
Marte aparece y cobra altura en nuestro cielo. Ella dirije y apunta el telescopio mientras yo reviso el anuario astronómico. Esa noche viajamos a través de la lente barlow y el ocular de 20 mm cerca de 195 millones de kilómetros de distancia.

Han pasado dos horas y Marte está a punto de alcanzar el cenit. Es hora de despedir a Orión y a tres de sus estrellas, Alnitak, Alnilam y Mintaka. Las tres estrellas que desde niños, mucho antes de saber que la Tierra era redonda tanto ella como yo llamábamos los tres reyes magos.
 
La alborada está cerca. Ella señala al poniente y grita feliz, y entre un cirro se vislumbra la Estación Espacial Internacional.

El amanecer nos sorprende cuando ya caminamos con rumbo al Sur. El orto es ambarino y Polaris deja de marcar el Norte visible de la penumbra. Ella habla y yo escucho. Su diadema roja me recuerda una mañana que casi olvido. El prendedor de su cabello que de noche carecía de forma con los primeros rayos de Sol toma la silueta de una mariposa azul y verde. El día y la latitud coinciden. Ella al Este y yo al Oeste. Ella habla y yo escucho.

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