sábado, 14 de enero de 2012

Nube nueve


Por Douglas Alberto Gómez Reyes


Rojas de Cuauhtémoc, Oaxaca (Septiembre, 2011).
El camino era sinuoso, como suelen ser los caminos al Sur del Sur de México. El reloj estaba a escasos instantes de juntar sus manecillas para aplaudir en solemnidad y marcar las tres de la tarde del primer domingo de 2012. Hacía ya un par de horas que manejaba sin saber con claridad la distancia que me hacía falta recorrer para llegar a mi destino, y por tercera vez lamentaba el haber olvidado el mapa junto al florero con tulipanes sobre la mesa del comedor.

La carretera bifurcaba, orillé el automóvil, detuve su marcha, descendí y me alejé unos cuantos pasos. El cielo era azul y las nubes blancas. Durante algunos minutos contemple a cientos de tiernos borreguitos pastando alegremente en campos de azul y para cuando recobré la sensación del hecho de saberme “perdido” y enfrentado a la ambigua decisión de elegir entre la derecha e izquierda, en la radio se escuchaba down to love de Armin van Buuren feat. Ana Criado.

Subí de nuevo al automóvil, ajuste el cinturón de seguridad y miré otra vez al firmamento en busca de alguna señal pero no vi letrero alguno entre las nubes que me indicara o tan siquiera insinuara qué dirección tomar. Había que decidir, y por una “extraña” razón siempre instintivamente me inclino por la izquierda: esa tarde de invierno no fue la excepción, como tampoco lo será en el verano.

Recorrí cerca de 17 kilómetros hasta tener los primeros indicios que el rumbo era correcto y 3 kilómetros después sentí “estar en la nube nueve” cuando vi a los míos agitar las manos y segundos después, reclamar por mi demora.

En el camino de regreso, donde otrora pastaban cientos de borreguitos observé un Cúmulo Congestus que me figuraba había tenido la intención de convertirse en un Cumulonimbo, y fue entonces que recordé de nuevo la expresión inglesa “estar en la nube nueve”. Pero, ¿de dónde proviene esa alegre frase?

La expresión se remonta en el calendario al lejano año de 1896, denominado por la comunidad científica como el Año Internacional de las Nubes. Aquel año, un grupo de meteorólogos bajo la dirección del profesor H. Hildebrand Hildebrandsson del Observatorio Universitario de Uppsala, Suecia, y el profesor Ralph Abercromby de la Real Sociedad Meteorológica de Londres, reunieron a los expertos en el área en lo que se conoció como el “Comité de las Nubes”, con el propósito de generar un clasificación universal de las nubes.
 
Hasta antes de 1896 la clasificación de las nubes no estaba basada en un estándar universal y cada institución meteorológica del mundo generaba sus propios catálogos. Un siglo antes, el meteorólogo aficionado Luke Howard en 1802 había propuesto una clasificación de las nubes basada en el sistema Linneo, género y especie, similar a las utilizadas por la botánica y la zoología. Sin embargo las diversas incorporaciones realizadas al catálogo de Howard, habían generado ambigüedades al momento de clasificar las nubes.
 
Puesto que el estudio del clima depende de observaciones coordinadas que no estén limitadas por las fronteras entre los países así como de acuerdos en común dentro de la comunidad científica, fue por ello que en 1896 en el Año Internacional de las Nubes, el Comité de las Nubes publicó en la Conferencia Meteorológica Internacional de París, el Atlas Internacional de Nubes. Aquella primera edición catalogaba a la nube Cumulonimbo, la nube más alta de todos los géneros, en el número nueve de la lista, y por lo tanto, «estar en la nube nueve», significaba estar en la más alta.
 
El Atlas Internacional de las Nubes se ha editado desde entonces seis veces (1911, 1932, 1939, 1956, 1975, y 1995), y en la segunda edición se reestructuró el orden y el Cumulonimbo se ubicó en el lugar número diez, sin embargo la expresión estar en la nube nueve es claro que arraigó.
 
Ya en casa cerca de la medianoche cuando los borreguitos dormían y la Luna creciente iluminaba entre un velo de Cirros las flores del jardín, miré el mapa sobre la mesa del comedor junto a los tulipanes y tuve la sensación que me sonreía con cierto dejo de malicia, aunque en el fondo había sido yo quién por ese día lo había burlado.