sábado, 25 de junio de 2011

¡Soy una extraterrestre!

Por Douglas Alberto Gómez Reyes

Valles Centrales, Oaxaca (finales de Invierno, 2011).
No hace mucho una amiga a la que tengo en gran estima me hizo una confesión que al momento me pareció pueril y a la que sólo logré responder con una gran y cómplice sonrisa; no soy humana. ¡Soy una extraterrestre! Ella, ante mi irrisoria respuesta me miró fijamente y me dijo; ¡no te rías! Es enserio y en principio tú no puedes saberlo. Aquella tarde de café intenté por todos mis medios convencerla de que aquella idea no era más que un absurdo, uno que no tenía propósito más que el evadir o renunciar a afrontar los problemas propios y de nuestra especie en su conjunto. Y así avanzó la tarde y hasta el minuto en que la acompañe a tomar el autobús que la llevaría a casa, el asunto parecía haber quedado hasta ahí.
Sin embargo, en los días subsecuentes su revelación revoloteaba insistentemente en mis pensamientos, y fue al tiempo que caí en cuenta que la razón era porque mis argumentos en contra de su supuesto origen extraterrestre no me convencían. Había cabos sueltos que había que atar.
Y busqué respuesta como usualmente las suelo buscar. Recostado al césped y mirando al cielo y preguntándome que si ella era una extraterrestre, ¿cuál de todas las estrellas que tachonan la bóveda celeste sería el Sol de su planeta?
No fue una sola noche en vela con las estrellas, fueron muchas las que me llevo el asunto. Algunas de esas noches me asomé por el telescopio y entre los cráteres de la luna y sus mares urge con la esperanza de reunir elementos. Saturno no aportó mucho, pero si alentó  la búsqueda y fue al despertar de Venus que supe debía esperar a la siguiente noche para proseguir la búsqueda. No intenté buscar por el telescopio su estrella Sol porque ella siempre dice que la suya es la que brilla más, y para mí  todas las estrellas brillan iguales y con tanta hermosura que ninguna opaca a la otra. Así que por ahí no había que buscar. Y la pregunta se repetía una y otra vez, ¿de cuál, de cuál de todas las estrellas ella ha venido?
Y entonces recordé el principio cosmológico de Parmenides, más conocido por Nicolás de Cusa aunque Parmenides fue el primero en enunciarlo; en la más grande de las escalas, a cualquier lado al que miremos y salvo los eventos locales, el universo tiene la misma configuración. Y al pensar en el principio cosmológico sentí como si el firmamento no fuese  más que un claro de agua del que yo no podía saber de qué lado estaba. Y en la inmensidad de ese claro, en el contenido de miles de millones de estrellas vinieron a mi mente en forma tórrida las mismas preguntas que la humanidad se ha hecho desde tiempos inmemoriales. Y recordé la paradoja de Fermi; si el universo está lleno de vida inteligente, ¿dónde están todos? Y lo anterior me llevó a un viejo proverbio chino; no es posible que en un campo tan vasto sólo brote una espiga de trigo. Y recordé la ecuación de Drake, pero aquella noche estimar una o un millón de civilizaciones inteligentes tan sólo en nuestra galaxia me figuraba un ejercicio más que ocioso.
Y fue hasta  que entró el verano por el orto y me senté frente al gran océano pacífico y mire al horizonte entre la interfaz agua-nubes que hallé la respuesta, mi respuesta. Aquella noche no miré estrella alguna a causa de un temporal, pero siempre supe el cielo colmado con sus luces.
Lo que en un principio me pareció intrascendente devino en un gran hallazgo. Ya no me pregunto cuál es su estrella Sol. Ahora sé ella es igual de humana que yo. Y lo sé porque al saberse parte de ésta especie regida siempre por el utilitarismo y que juzga con el egoísmo, su impulso más humano fue negar su propia naturaleza.

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