martes, 1 de febrero de 2011

LA APORTACIÓN DE KEPLER


            Las obras de Galileo y Kepler, prácticamente contemporáneas, se pueden considerar en cierto modo y retrospectivamente, complementarias. Los dos contribuyeron mucho, si no decisivamente, al nacimiento de la física y la astronomía modernas. Galileo inauguró la era de la observación telescópica y aportó con sus observaciones datos de la mayor importancia para la unificación de los cielos y la tierra, es decir, para la cosmología copernicana. Asimismo construyó una teoría matemática del movimiento de los graves y sentó las bases de una nueva concepción del movimiento, compatible con la teoría heliocéntrica. Pero Galileo mostró poco interés por la dinámica celeste, y presentó en el Diálogo una versión muy simplificada de dicho movimiento, aunque no dejó de especular sobre el Sol como «ministro máximo de la naturaleza» que infundiría a los otros cuerpos «no sólo la luz, sino también movimiento». Por su parte, Kepler dedicó gran parte de sus esfuerzos a construir una nueva astronomía basada en causas físicas: una auténtica astronomía  heliocéntrica que estableciera la verdad de la teoría de Copérnico mediante principios físicos. Al propio tiempo, hizo contribuciones significativas a las matemáticas y a la óptica, proporcionando una teoría óptica del telescopio, instrumento que Kepler apenas usó en sus investigaciones astronómicas, aunque fue uno de los primeros en legitimar su uso.
            Kepler nació en  1571 en Weil (hoy Weil der Stadt) en la región de Württemberg, de familia luterana. En 1589 ingresó en la Universidad de Tübingen para seguir estudios de teología. Esta universidad había recibido la influencia de Lutero y Melanchton en la estructuración y contenidos de las materias del currículum. Kepler estudió matemáticas, astronomía y filosofía natural, así como ética, dialéctica, retórica, griego y hebreo antes de empezar los estudios de teología. En Tübingen Kepler tuvo como profesor de matemáticas y astronomía a Michael Maestlin (1550-1631), un destacado astrónomo convencido de la verdad del sistema de Copérnico. Los estudios de Kepler se vieron interrumpidos al recibir la invitación de enseñar matemáticas en el seminario protestante de Graz, Austria. Durante su estancia en esta ciudad, Kepler elaboró su primera obra, el Misterium Cosmographicum (1596-1597), de la envió copia a varios destacados científicos, como Galileo y Tycho Brahe. El título completo de la obra resume bien su contenido: Pródromo de consideraciones cosmográficas conteniendo el secreto del Universo sobre la maravillosa proporción de los orbes celestes y sobre las causas genuinas y verdaderas del número, magnitud y movimientos periódicos de los cielos, demostrando mediante los cinco sólidos geométricos regulares.
            Kepler estaba convencido de que Dios había creado el mundo siguiendo un plan o modelo, que sería el arquetipo de la estructura del mundo. En el sistema de Copérnico todos los planetas están localizados a distancias determinadas con relación al Sol, pero Copérnico no había dado razón de ello. Tampoco nadie había dado una razón de por qué sólo había seis planetas, ni de su ordenación cósmica. Kepler advirtió que si se inscribe un triángulo equilátero en un círculo, y se inscribe también un círculo en el triángulo, la razón del tamaño del círculo grande al pequeño es similar a la que hay entre el tamaño de las órbitas de Saturno y Júpiter. Seguidamente, ensayo con diversas figuras planas proporcionales análogas para los otros planetas, sin mucho éxito. Pero al trasladar el razonamiento a la geometría de tres dimensiones, Kepler recordó que sólo hay cinco poliedros regulares, y pensó que Dios podría haber determinado los espacios entre los planetas encajando los sólidos regulares con las esferas, de manera que cada sólido estuviera entre dos esferas planetarias. Es decir, los poliedros regulares determinarían las distancias de los planetas al Sol. Como el acuerdo entre la teoría y los datos no era perfecto, Kepler buscó causas de la discrepancia. Pero Copérnico había establecido las dimensiones relativas de los orbes planetarias, refiriéndolas al centro de la órbita de la Tierra, es decir, al Sol medio matemático, y no al Sol real físico. Con la ayuda de Maestlin, Kepler calculó las distancias al Sol real, y tampoco en este caso obtuvo un acuerdo perfecto. No obstante, Kepler consideró que estaba en el camino correcto, y que deberían referirse los movimientos celestes al Sol real y no al Sol medio. Buscó una relación entre las distancias al Sol y los periodos, y razonó que, en ausencia de esferas sólidas (inadmisibles) para Kepler después de Tycho Brahe), alguna fuerza procedente del Sol debería mover a los planetas, fuerza que se debilitaría con la distancia al Sol. Así, el Sol, que además de luz proporciona movimiento, «aventaja plenamente a todos los demás en la belleza de su aspecto, en la eficiencia de su fuerza y en el esplendor de su luz». Dios lo puso en el centro, al ser imagen del Padre, mientras que la esfera de las fijas sería imagen del Hijo y el «aura celeste que todo lo llena o extensión y firmamento, imagen del Espíritu».
            En suma, en esta primera obra de Kepler se advierte ya las principales preocupaciones y supuestos del acercamiento a la astronomía característico de sus obras de madurez. Una idea central, relacionada con la inspiración neoplatónica de su pensamiento, es la de los arquetipos: «el Creador del mundo —escribe Kepler— concibió la Idea del Universo en su mente, y la Idea es primero que la cosa» y «de ninguna otra cosa que de su propia esencia pudo obtener la Idea para fundar el mundo», esencia que sería una en sí misma y trina en persona. Los arquetipos son causas finales en su estado divino, formales en su estado material («si conocemos la definición de materia, creo que resultará muy claro por qué al principio Dios creó la materia y no otra cosa… La cantidad fue el propósito de Dios…») y Dios creó fuerzas físicas tales que los movimientos los expresen. El resultado  sería una correspondencia entre las causas finales, formales y eficientes: un Universo estructurado en tres niveles, de modo que el geométrico vincularía el físico al arquetípico a modo de traslación espacial de lo divino. Así, los niveles representarían o se reflejarían entre sí en «armonía arquitectónica». Por otra parte, a diferencia de otros neoplatónicos, Kepler no trató de trascender en mundo «del vulgo» para revelar el misterio del Universo, sino que contrastó las hipótesis de los arquetipos con los datos empíricos, que consideró indicadores pertinentes de la última naturaleza de la realidad.
            La contrarreforma católica obligó a Kepler a dejar Graz. Entretanto, Tycho Brahe, que se había trasladado a Praga como matemático del Emperador Rodolfo II, mostró interés por la obra de Kepler, a pesar de no compartir plenamente sus métodos e ideas, y lo invito a trabajar con él. En octubre de 1600, Kepler se trasladó a Praga como colaborador de Tycho Brahe y comenzó el trabajo que le ocuparía gran parte del tiempo de los seis años siguientes, su «guerra con Marte», como llamó él mismo a las investigaciones de las resultó la Astronomía nova (1609), cuyo título completo es: Nueva astronomía fundada en causas, o Física celeste, expuesta en comentarios sobre los movimientos de la estrella Marte, a partir de las observaciones de Tycho Brahe. Estas investigaciones sobre el movimiento de Marte le condijeron al descubrimiento de dos leyes que llevan su nombre: la primera, que los planetas se desplazan a lo largo de elipses, uno de cuyos focos está ocupado por el Sol. La segunda, que la velocidad orbital de cada planeta varía de tal forma que una línea que una el Sol con el planeta en cuestión barrerá áreas iguales, sobre la elipse, en intervalos de tiempo iguales. Por primera vez en la historia de la astronomía se rompió lo que el mismo Kepler llamó el «el hechizo del círculo», la determinación, compartida por todos los astrónomos desde la Antigüedad, incluido Copérnico, de explicar los movimientos celestes mediante círculos o combinaciones de estos. Ahora, una curva geométrica simple y una ley de velocidades permitían predecir las posiciones de los planetas. 

Referencia:
La Historia de la Ciencia. Javier Ordoñez, Víctor Navarro, José Manuel Sánchez Ron. Colección Austral, 2005.

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